Fue en Córdoba la llana 
              donde una tarde de verano 
              una bella cordobesa y lozana 
              me ofreció un cántaro de agua 
              al paso de mi caballo. 
                              Hacía tanto calor 
                que el resuello me quemaba, 
                al paso por mi garganta 
                la saliva que tragaba. 
                 
              Era menudita, de gracioso talle, 
                morenita como la aceituna 
                y con unos ojos como el jaspe, 
                la miré de arriba a bajo 
                y no tenía nada desdeñable. 
                Yo le pregunté: ¿Cómo te llamas? 
                y ella me respondió con gracia, 
                Fuensanta   “La aguadora” 
                para servirle en lo que haga falta 
  ¡Pero! Que importa mi nombre 
                para ofrecer un poco de agua, 
                a un caballero tan noble 
                y silla de montar tan cara, 
                con un caballo postinero 
                y las espuelas de plata. 
                
               
              Soy aguadora y vendo agua 
                y por solo dos maravedíes 
                bebería la que tuviera gana, 
  ¡pero!..., hoy está de suerte 
                y no le cobraré nada,
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            a cambio que mañana tarde 
se pare en mi ventana, 
porque el agua que necesita 
no está en mi cántara 
está en mi corazón guardada. 
              Fueron pasando los años 
                y el caballero no pasaba 
                Fuensanta la aguadora 
                quedó triste y desolada. 
              Cierto día el caballero 
                pasó por la plaza “El Potro” 
                y vio en la fuente una anciana 
                y le pregunto por Fuensanta, 
                y esta le contestó mirándole 
                con estas bellas palabras: 
                Caballero de mis sueños 
                cuanto tiempo has tardado 
                en pasar por esta calle 
                y pararte en mi ventana 
                para darte a beber mi agua 
                de la que tanto necesitabas. 
                              Ya no vendo agua 
                ahora, vendo amores 
                y por unos maravedíes 
                se sacian de mis favores, 
                ahora ya no tengo esa agua 
                que de mi corazón manaba, 
                ahora tengo fango y lodo 
                y de el solo salen suspiros 
                de amores incomprendidos. 
                 
              Ya no soy aquella aguadora 
                de la sonrisa y grande ternura, 
                ahora soy una anciana 
                camino de su sepultura, 
                y si quiere verme hermosa 
                como cuando vendía agua, 
                estoy plasmada en un lienzo 
                y en vez de un cántaro llevo 
                una corona de flores 
                sobre un lecho de piedra 
                y por candelabros surtidores, 
                porque así me ha pintado 
                Julio Romero de Torres. 
              
                Blas Acosta 
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