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Boletín Laboral nº 16 - Diciembre de 2011

COLABORADORES
Recetas: Gallina en pepitoria
José Diego Pacheco Reyes
Lunes 19-12-2011. 13:04
 

Recuerdo a mi madre afanándose en la cocina para preparar la cena de Nochebuena. La mayor parte de las veces era pollo, otras gallina y en contadas ocasiones un pavo era la víctima; la manera de hacerlo solía consistir, bajo mi atenta mirada, en esta: Es un plato algo más complicado pero “con mucho amor” será el plato estrella de la Nochebuena.

Debemos tener la materia prima, una gallina o poularda de tamaño mediano (que ronde el kilo y medio), dos puñados de frutos secos crudos (almendras y piñones), unos 200 ml de aceite de oliva virgen, una cebolla no muy grande, ajos (uno grande o dos pequeños), 200 ml de vino blanco, dos hojas de laurel, azafrán (de verdad, en hebras), una rama de perejil ( o cucharada), dos huevos duros, agua, harina y sal. Una vez lavados los trozos de la gallina (no deben ser muy grandes) los enharinamos y los echamos en una sartén en la cual hemos llevado el aceite a alta temperatura. Freímos la carne hasta que adquiera un color dorado y la apartamos. En el mismo aceite echamos la cebolla bien picada, los ajos, enteros, y el laurel y cuando la cebolla toma el color transparente, a la vez que los ajos se doran, ponemos las almendras y los piñones, dándole unas vueltas y retirándolo con la rasera.

 
 
ENVIADO POR VOSOTROS
Felices ...... para algunos
Lunes 19-12-2011. 12:44
 

Detesto pasar cada año por estas fechas, que a mí desafortunadamente, no me traen tan buenos recuerdos, pero no tengo nada contra las fiestas que encadenadas e interminables mientras duran, alegran las noches y los días, seguramente, de casi todos los lectores.
                              
Los pueblos idólatras del bajo Mediterráneo, arropados por el común denominador de una cultura ancestral, celebraban desde tiempos inmemoriales entre el 21 y el 25 de diciembre el Día del Sol Invictus, porque éste comienza a renacer y prolongar su estancia en el firmamento alargando los días y prometiendo una primavera más, la restauración del esplendor de la naturaleza: ¡El renacimiento de la vida!

Si añadimos que en días tan señalados para los paganos, vino a sumarse el nacimiento de Jesús, las fiestas del solsticio de invierno no tienen parangón, pues son para naturalistas y religiosos –creyentes y no creyentes– tal vez la mejor oportunidad de celebrar en común, efemérides extraordinarias, o mágicas.

Eso vale para todos, menos para mí. Lo que recuerdo especialmente cada mes de diciembre, son los momentos más dolorosos y esperanzadores que pasé en familia, pendiente del restablecimiento de la salud de mi abuelo materno, entre la vida y la muerte, e interno en el hospital La Paz, de Madrid, hasta el día 25 del mismo mes, de un año que tengo olvidado.

Aquél viejo sesentón e incansable, severo, sobrio, correoso y de pocas palabras, que cada mes de febrero cumplía un año más, y hoy no estaría lejos de celebrar 121, salió de la residencia hospitalaria tras habérselo jugado todo, y esbozando la sonrisa del vencedor. Sus ojos claros humedecidos por la emoción, y obligados por la intensidad de la luz solar a permanecer semicerrados, daban signos inequívocos de vivacidad y satisfacción porque en una lucha sin cuartel contra la enfermedad y la muerte, ¡había ganado!  La extirpación de un riñón, además de los ganglios linfáticos circundantes y la glándula suprarrenal, en operación que los doctores llamaron una nefrectomía radical, y como consecuencia tres o cuatro transfusiones sanguíneas, además de un accidente cerebrovascular sufrido durante la intervención quirúrgica, no habían podido vencer la tenacidad y amor a la vida de mi abuelo, que, al franquear las puertas de La Paz se dirigió a los familiares acompañantes para dar prueba del ánimo vital y exultante con que abandonaba el lugar:

-Me quedan muchos años, no ha sido nada, un achaque pasajero del que sabía que iba a librarme con facilidad.

Después, dirigiéndose al doctor, que tuvo la gentileza de salir con él hasta la calle, y capitaneara al equipo médico en la operación, añadió sonriente para despedirse y estrechándole la mano:

-No habrá próxima vez, no volveré por aquí, amigo.

La mano derecha a modo de visera, protegiéndose del sol, restó a mi abuelo la atención a los pocos escalones que, desde la salida de la puerta del hospital conducían hasta el pavimento  adoquinado por el que pasaba una caravana de coches, en su mayoría taxis  recogiendo personal que abandonaba el centro hospitalario.  Mi abuelo dio un paso encontrándose inesperadamente con el vacío de un escalón; desequilibrado y tambaleante, se inclinó peligrosamente  soltándose del brazo de mi madre al que iba enlazado, y cayó de bruces  rodando por la escalera de forma aparatosa hasta llegar al pavimento, donde una ambulancia,  que apenas había iniciado la marcha tras depositar a un enfermo en urgencias, le atropelló llevándoselo por delante.

Un remolino de gentes venidas de todos los lugares, socorrieron al momento a mi abuelo, pero ni los médicos ni la medicina pudieron hacer nada por salvarle, su muerte fue instantánea.
Sobre la tumba, los canteros grabaron en letra gótica un epitafio, sus últimas palabras:

NO HABRÁ PROXIMA VEZ, NO VOLVERÉ POR AQUÍ, AMIGO.

 
 
 
 

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