-“No hubo réplica, entonces él volvió a la carga:”

-“¿Qué quiere usted?”

-Verá usted…quiero saber si tienen el abrigo ese color beige que hay en el escaparate, en una talla así como para mi Juanito”- señalándome a mí-

-“No.”

-“¿Y el saquito verde botella…?”

-“Tampoco”- dijo secamente y sin dejarla terminar, y añadió:

-“Y aquí en esta tienda no hay nada de la talla de sus crías”- respondió con un asco más que evidente, y se calló señalando la salida con la mirada.

-“Si antes de entrar yo estaba ya emberrenchinado, según iba hablando el sujeto el estómago se me subió a la garganta; había dicho “crías”, como si fuéramos perros.

Mis dientes comenzaron a rechinar a punto de partirse y el cuello me iba a explotar. La mala leche se apoderó de mí y pensaba en que a aquel cabrón le iba a reventar yo la cabeza de un peñascazo, en el momento en que estuviera en la calle y cogiese un pedrusco; y otro buen “chuscazo” para el escaparate, por mamón malnacido. ¡Qué cosas tiene eso que llaman el amor propio! ¿Verdad? ¡Media vida habría dado yo por tener algo más de los once años de edad, por tener una talla más apropiada!

I. La raiz del problema

Al caer la noche de aquel día de finales de septiembre de mil novecientos setenta y…, nos encontrábamos sentados en la gradilla de la casa de Miguel Serrano, mi amigo, él y yo. Como siempre charlando de intranscendencias, bobadas adolescentes sin punto de reflexión ni conocimiento. Fumábamos a medias y a escondidas un cigarrillo rubio, de aquellos sin boquilla que a cada chupada dejaban un regusto acre en el paladar y un palote entre los dientes. Como no podía ser de otra forma, discutíamos sobre la autoría de la mancha de saliva que iba impregnando el papel del tabaco, conforme se consumía la “cigarreta” y entremetíamos algún comentario sexual de tías “güenas” entre calada y calada.

A lo lejos vimos llegar a Pedro Navajas, otro amigo nuestro, que caminaba cansino y pensativo, cosa extraña en él que era de natural detonante, por lo irreflexivo, y decidido. A Pedro le llamaban en casa el “Rorro”, interpretándose, por todo el mundo, como aquella forma maternal de arrullar a los bebés que trata de remedar el sonido gutural que emiten los infantes de pocos meses. Él era el menor de una amplia familia, de siete hermanos, y aún dentro de las estrecheces que persistían para las casas obreras era objeto de veneración por los seis restantes, que lo mimaban y obsequiaban con delicadeza. Creo que este exceso de protección tuvo que ver en el desarrollo de la personalidad de mi amigo, quien conforme concebía una idea la ejecutaba, sin detenerse a pensar más allá de los dos segundos venideros.

Miguel, del que en otra ocasión daré el porqué de sus motes de “El Pencas” y “El Pincha”, y yo, siendo como éramos todos amigos de la infancia, tampoco teníamos como virtud principal la prudencia así que, con alguna frecuencia, los tres nos veíamos arrastrados a situaciones que para cualquier persona resultarían lastimosas capulladas.