Aquel día manteníamos, mi amigo y yo, una conversación. Yo le comentaba que hacía ya un tiempo que no conseguía recordar determinados pasajes de mi vida, lo que me resultaba bastante frustrante, porque me parecía que iba a perder el control sobre una parte de mi vida. Él arguyó que hacía ya muchos años que había llegado a la conclusión de que: “la mejor de las potestades que le fueron concedidas a la memoria no es la de recordar, sino la de olvidar.” Era, incapaz, me explicaba, de imaginar a alguien viviendo lo cotidiano con el lastre de todo lo negativo que le aconteció durante su vida. Habrá recuerdos indeseados, decía, que permanezcan inalterables, por lo traumáticos, pero la mayoría de los desagradables habrán sido eliminados en un ejercicio de asepsia sanísimo, así que la mayoría de las evocaciones que persistan en tu mente serán gratos. Es un mecanismo de defensa más, concluyó, que ha desarrollado el ser humano en su senda evolutiva como medio indispensable de subsistencia.

Seguí por un rato insistiendo sobre mi punto de vista, opuesto, desde luego, al suyo, porque a mí me molestaba no poder evocar con precisión, por ejemplo, aquellas navidades de mi infancia, de las que guardaba imágenes brumosas pero poco concretas, e insistí en que aunque yo conocía, de oídas y vagamente, algunas hipótesis científicas que hablan de recuerdos y experiencias pasadas que producen ciertos traumas en las personas que los padecen, todo aquello me parecía una cosa más teórica que real; verdades cuasi esotéricas mantenidas en boga por el interés de ciertas corrientes psicológicas. Yo no alcanzaba a comprender que algo que sucedió hace años pudiera condicionar la vida de una persona.