Vaya por delante mi enhorabuena para Antonio Bravo y Juan Antonio Aguilera, que con limpia y hábil prosa, elegante y distinguido movimiento de florete, franca admiración por el padre Gago, y amor a las letras, no exentos de presunción legítima, lucen excelentes formas y califican, con matrícula de honor, al santo de su devoción.

De órfico a machadiano, de místico a poeta, podéis denominar al profesor como os plazca, yo he leído un par de libros de su producción, y sostengo que no es precisamente fácil hacerlo, pero si se me exigiera pronunciarme, me inclinaría por: arrebatado. (¿?)

Con todo, no es de mi interés entrar a fondo en la cuestión; me preocupa otra cosa: La Praxis. Pese a sus buenas palabras, ¿qué hacía? Si me dais tres minutos de tiempo, os contaré en síntesis brevísima, una historia interesante vivida en primera persona. Escuchad.

Un buen día, y un minuto antes de la clase programada de Literatura, apareció el profesor al que la clase al completo esperaba guardando un silencio proporcional al respeto que él exigía. La puerta abierta del aula permitía pasar holgadamente a la figura del dominico de alzada gigantesca y maneras bruscas, que venteaba las extremidades superiores como un molino de viento azotado por huracanes de fuego, en tanto gritaba enfurecido y fuera de sí: ¡Soy una bestia! ¡Soy una bestia!

A la actitud excéntrica e insólita del profesor, los alumnos reaccionaron de distinto modo; en su mayoría atemorizados, perplejos, precavidos, intuitivos, dotados de una fina percepción, flemáticos o simplemente inteligentes observadores, callaron. Sólo una minoría descolocada y de temperamento extrovertido, sólo aquellos que habían creído asimilar las lecciones del dominico, en el sentido de expresar con naturalidad las emociones que nos asaltan, tuvieron la tentación de aplicar sus enseñanzas y sucumbieron a ellas; entre otros, yo, aunque con prudencia, reímos espontáneamente el gesto estentóreo e histriónico del fraile.

Zancada y media bastaron al profesor para alcanzar la mesa del estrado tras de la que se parapetó, no sin antes escudriñar deteniéndose algunos segundos hasta posar su mirada viva sobre los ojos del autor de estas líneas. Le bastaba con una víctima; como al depredador en pos de un rebaño, le sobraba con una sola pieza; la cara del padre Gago, amarillenta, biliosa, hoy me hubiera prevenido con suficiente antelación, por la agresividad que comporta, frente al rostro enrojecido que en ningún modo hemos de temer, pero no fue ayer cuando viví la historia, hablo de más de cuatro décadas atrás.

El profesor me llamó al estrado, su furia incontenible me hizo temer lo peor: me espera una buena bronca -pensé. Mientras yo recorría los escasos metros hasta llegar a la tarima, el Gago se arremangaba le hábito en ambos brazos, indicando con gestos evidentes, que me pusiera frente a él, es decir, al otro lado de la mesa. A partir de aquí, los treinta y ocho pares de ojos de mis compañeros, son testigos de una atroz ignominia y, pueden corroborar mis palabras, los mismos que sin duda alguna, recuerdan suficientemente bien, lo que he dicho hasta el momento. El fraile de pie y cara a cara, salvando la distancia de la mesa, me agarró del cuello; sus dedos largos y sarmentosos aplicados en su entorno estrechaban con fuerza contenida mi garganta, mientras repetía una y otra vez que le sobraba fuerza física para matarme.

Yo apoyaba las rodillas sobre el faldón de la mesa, en un intento imposible de amortiguar el temblor de las piernas y del cuerpo entero, que amenazaba desplomarse, mientras pedía perdón con una voz amortiguada por la dificultad que entrañaba la presión de sus garras férreas sobre el pescuezo. Pese a todo, yo razonaba, no era el temor al hombre lo que reprimía mi instinto de rebelión, no era la desconfianza en mi capacidad física para repeler la humillación al límite de mi resistencia.

¡No! ¡No era una lucha de igual a igual! Habéis sido alumnos, no penséis en una lucha de hombre a hombre; me jugaba demasiado en el enfrentamiento con una autoridad, la pérdida de la beca y su justificación ante mis padres, hubiera sido insoportable. Me quedaba resistir y resistí; avergonzado, abatido moral y anímicamente, soporté las palabras coléricas y los reproches infinitos, que entre dientes, e irascible, quiso dedicarme el maestro.

Lo digo con sinceridad, persuadido de mi superioridad física, el miedo a la expulsión pudo más que el sentimiento de cobardía experimentado, terrible y dramáticamente, ante mis compañeros.

¿Qué pensarán de mí?

 

Réplica de Antonio Bravo Céliz:

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Y respuesta de Mariano:

            Señor Bravo:
No me cabe ninguna duda de que, tal y como dice en su escrito, se ha puesto en mi lugar, y conforme a ello, las preguntas que me dirige, usted se las responde naturalmente como le parece bien, es decir, adoptando maneras de fiscal aplicado a su profesión. Ya metido en el papel,  y después de pergeñar la cadena de consideraciones e inteligentes preguntas, descubre al responsable verdadero, que soy yo. ¡De nuevo me toca perder!
Yo no creo en culpables o inocentes, en ningún momento he sentido, ni manifestado, ninguna intención de culpabilizar a nadie;  la bioquímica, la naturaleza, el destino personal es determinante y verdadero culpable de nuestros actos, pero seguramente carece  de conciencia, sentimientos e inteligencia para comprendernos. Así es que ni podemos pedir cuentas a nadie, ni nos las pueden pedir a nosotros. Ni somos responsables de contar con dos manos y diez dedos, ni el ciempiés de tener un montón de patas, o el elefante una trompa enorme: la psique individual del animal humano, también tiene un perfil intransferible e inviolable al que rinde la voluntad, a la que va a someterse, lo quiera o no lo quiera, por las buenas o por las malas. ¿O, me equivoco?

            Acostumbrado a mandar, y en ese interrogatorio de tercer grado a que me somete, tal vez dejándose dominar por la deformación profesional, hay preguntas, sin embargo, que me complace responder, porque son sencillas de abordar y me basta con redundar en lo dicho. Mi impresión es que usted necesita  respuesta a la primera de ellas, de lo contrario, ni siquiera la formularía. Créame si insisto en que usted escribe bien, que me gusta leer a quien sabe hacerlo y no tengo empacho en admitirlo sin reservas. También usted lo sabe, reverbera su orgullo natural por esa razón, las magnitudes y rasgos de su grafísmo lo transparentan, y a veces no le extrañe oír decir a los demás que: a las puertas de la vanidad. No se preocupe, don Antonio, por mi ironía, porque se ha dicho con razón de ésta que es el lenguaje de los derrotados. La historiadora del padre Gago, le ha prestado la atención debida, porque en su contribución ha descubierto algo escasamente genérico, usted concreta momentos, textos, ideas, principios válidos que nos acercan al personaje real; en general dista de otras aportaciones que suelen poner sobre el papel sinnúmero de calificativos superficiales aunque de radiante brillo:

            “Es un personaje de luces y sombras”… “nos dejó una huella indeleble”… “a nadie dejaba indiferente”… “es un sabio”…“impartía una enseñanza de alto nivel”… “marcó mi manera de ser”… “persigue la luz”… “me impresionó su sacramental carácter”… “cuantas cosas le debemos, le deberemos hasta más allá de los tiempos”… “No hay duda de que los grandes genios como el padre Gago, son inabordables para la mente humana normal” El mismo autor, maestro  en la lisonja y la exaltación en estado químicamente puro, ansioso de batir el record del mundo, se despacha así: “…tenía los dones sobrenaturales de ver incluso a través de la espalda y de, más que andar, deslizarse levitando a través de los pasillos de la Uni”

            O sea, excitadas declaraciones sentimentales de categórica incondicionalidad muy respetables, y en manifestación del drama profundo de la perdida de algo esencial y de valor profundamente imprescindible. Contra nuestro anhelo de saber más, sin embargo, se impone la opacidad, no abren la almendra; bueno, excompañeros como el prosista de las dos últimas perlas cultivadas, escriben verdadera ficción, temerarias elucubraciones que el profesor debiera haber aclarado. Vamos, que a mí me viene un hijo, contándome esos acontecimientos vividos en primera persona, dentro de un internado, y además de causarme una honda preocupación, me voy a buscar al rector del centro a pedirle explicaciones… seriamente.
Prosigamos tras rendirle el homenaje debido. He dicho en la comunicación anterior lo que tenía que decir, y cuando me ha perecido hacerlo, sin que ahora en un esfuerzo estúpido y para saciar la curiosidad intransigente de don Antonio, tenga que darle más explicaciones. Vamos a ver: si usted tiene el atrevimiento de proclamar sus sentimientos en un foro, los demás tenemos el derecho a responder y darle motivos para que los acreciente o los reduzca,  merme y atempere. Si usted se permite licencias literarias imposibles de tomarse al pié de la letra, yo puedo hacerlo escribiendo escuchad, sinestablecer a quien va dirigida la sugerencia, en este caso hablaba al foro, que atenderá si le parece bien, o dejará de leer si lo estima conveniente.
Evidentemente mi comunicación admite segundas partes, y terceras que no debemos confundir con excusas: Lo cortés no quita lo valiente, el profesor Gago fue un buen profesor, un hombre entregado a su trabajo con ejemplar eficacia y dedicación; poco me importa ahora que me recuerden, con intención de reproche, aquello de…“ahora os voy a demostrar lo contrario” Fue un buen profesor, y reiteraba con frecuencia y en el mejor de los sentidos, quiero que seáis más universitarios que laborales; repito, uno de los mejores sin duda, aunque en mi caso no alcanzara la categoría de mi padre biológico (era un obrero de una fábrica), en la  función importantísima de inducirme el amor sincero por la cultura, el arte, las humanidades en general y las letras en particular.  Le aseguro del profesor Gago, que ocupa en algunas mentes salidas de la Universidad Laboral, fascinadas por su personalidad, el lugar que debiera ocupar un modelo preferente, patrón o ejemplo cercano a seguir: el padre.

            Quiero terminar diciéndole, que cada uno tiene sus héroes, don Antonio, y si  ha de santificarse a un hombre, no es malo recurrir al abogado del diablo, en desuso para la Iglesia, no para mí, mortal insignificancia con derecho a pensar. ¿Lo entiende? La biografía de un hombre del que se ocultaran sus vicios e imperfecciones, aún siendo una maravilla estaría incompleta, ¿no echa algo en falta en la Venus de Milo? 

 

Réplica (¿final?) de Antonio Bravo Céliz:

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