LOS CUATRO NORTES
Buenos días a todos,
En primer lugar, quiero dar las gracias al señor vicerrector por su presencia en este acto así como a la junta rectora de la Asociación ALACO la oportunidad que me ha ofrecido de evocar brevemente aquella época en que fui uno de tantos “laborales” que se iniciaban en el aprendizaje de la vida. Con el paso de los años, los recuerdos cobran vida propia y, a veces, incluso se disfrazan de lo que nunca tuvo lugar o sucedió de forma distinta a como se nos quedó grabado en la cabeza o en el corazón, que no son infalibles.
Pero, aun así, confío en que mi memoria no desafine demasiado bajo esta cúpula. Con palabras prestadas de Cervantes y Machado, diré que nací en un inolvidable lugar de La Mancha donde mi niñez son recuerdos de un patio emparrado. Claro que, ya lo decía aquella canción de la película Casablanca, el tiempo pasa. Y cuando el cine y los libros empezaron a contarme que el norte no era sólo un punto cardinal sino también el territorio donde la Historia acostumbra a instalar el porvenir, una beca me puso en el camino del sur, rumbo a la Universidad Laboral de Córdoba.
Madurar también supone que aceptemos esa barra libre que existe en materia de opiniones sobre casi todo. Recuerdo haber escuchado decir a alguien que El Quijote era una mala novela porque mezclaba de manera absurda los libros de caballerías con las peripecias de “el Gordo y el Flaco”. Una opinión como otra cualquiera. O no. Hay tantos juicios con fundamento como sesgados o frívolos.
Las Universidades Laborales han soportado muchos de estos últimos. Su desaparición no se explica exclusivamente por razones económicas. O porque su tiempo hubiera pasado inexorablemente. Sin duda, también pesaron lo suyo las connotaciones políticas de su creación. En cualquier caso, no estoy seguro de que la España constitucional de hoy haya saldado totalmente su deuda de reconocimiento con el papel fundamental que aquellos centros desempeñaron en un país que empezaba a industrializarse.
Resulta innegable que durante las últimas décadas se han producido grandes cambios en materia de enseñanza, la mayoría de ellos para bien. Y si, a veces, tenemos la sensación de que el esfuerzo personal de los estudiantes cotiza ahora un poco a la baja, no sería justo atribuirle a esa anécdota rango de categoría.
Con las universidades laborales, en cambio, sí sucedió algo de esto. Aunque en sus aulas, talleres, internados y actividades extraescolares nos formásemos profesionalmente y se nos transmitiera una visión razonada y sensible del mundo y de la vida. Y llegado a este punto, por razones obvias, tengo que citar a un profesor de lengua y literatura, un dominico de recio carácter llamado Santiago Pérez Gago.
Gracias al padre Gago empecé a escribir los primeros relatos en aquellas redacciones que nos proponía como ejercicio práctico, junto a los dictados. Todavía guardo en la memoria la imagen de su enérgica figura entrando por primera vez en clase para repartirnos unos folios mecanografiados en los que figuraba ese poema hermoso y terrible que se titula El niño yuntero.
La primera vez que leí aquellos sesenta versos secos y desnudos de Miguel Hernández no me parecieron propiamente escritos, sino arañados con la pluma sobre el papel, como lo haría un arado en tierra baldía. Quizá, por eso, en El niño yuntero está el dolor universal por todas esas criaturas con obligaciones de adulto y cuerpo infantil que sobreviven en el peor de los mundos.
El padre Gago fue, en buena medida, responsable de mi vocación, como supongo que de muchas otras entre los compañeros que traté. Pienso, por ejemplo, en el escritor Antonio Porral Yunta –por desgracia, ya fallecido– con quien empecé a intercambiar borradores de nuestros primeros textos inéditos; no tanto para compararlos entre sí como para darnos ánimo recíproco. Y en el cordobés Rafael Arjona Molina, alumno externo y compañero de clase durante algún curso. Es un poeta reconocido y su novela El matarife, me parece, personalmente, una de las mejores de la narrativa erótica española.
Decía el director John Ford que, puestos a elegir entre la verdad histórica y la leyenda, en el cine era preferible quedarse con la leyenda. Los productores de la película Hola muchacho, que fue rodada en estos escenarios a principios de los sesenta del pasado siglo, eran tan ambiciosos que no renunciaron a ninguna de las dos. Querían respetar la verdad histórica de un país tímidamente desarrollista con el añadido de un modesto homenaje al legendario triunfo de la voluntad. El resultado fue un producto extraño; una especie de melodrama disfrazado de cuento de hadas en cuyo rodaje los “laborales” de entonces estuvimos a la altura de las grandes estrellas de Hollywood. Me refiero a que obligamos a repetir el rodaje de la secuencia del desfile general tantas veces como Marilyn Monroe tuvo que repertir la suya –con las faldas al aire sobre una rejilla de ventilación del metro- en La tentación vive arriba. Hola muchacho trataba de la vida cotidiana en una Universidad Laboral y fue dirigida por Ana Mariscal; una mujer luchadora que empezó estudiando Ciencias Exactas antes de hacerse actriz de fama y terminar siendo la única directora verdaderamente neorrealista del cine español.
Nombrar a todas las personas que recuerdo con gratitud sería imposible; no por falta de memoria sino de tiempo. Así que citaré a unas pocas y pido disculpas al resto. Recuerdo, claro, a los primeros amigos que hice nada más llegar: Diego Mata, Rafael Mora-Gil, Luciano Consuegra y muchos más.
Luciano era una estrella del baloncesto en los juegos escolares de la época. Juntos intentamos aprender a tocar la guitarra pero yo me quedé en el punteo inicial de La casa del sol naciente en la versión de Los Animals. Luego las amistades fueron ampliándose y José Manuel Belmonte Franquelo, de Málaga, me consiguió los primeros pantalones vaqueros que vestí, unos fantásticos Blue colorado.
Y Alfonso Gálvez Pedraza, de Posadas, aficionado al flamenco, que nos cantaba de tarde en tarde un porno-fandango cuya letra resulta irreproducible. Tampoco he olvidado a los directores de los colegios donde residí: los padres Castañeda, Roces y Larrañeta. Ni el popular apodo monetario del profesor Fernando Echevarría, en cuyas clases de Tecnología imperaba la Ley de … Ohm. Ni a los profesores Arroyo y Canalejo, que me enseñaron a disfrutar con las matemáticas. Ni al rector fray Cándido Aniz, que me requisó un día el transistor en clase de dibujo para devolvérmelo a los pocos días.
Así que -parafraseando el último verso de ese inmortal soneto de José Hierro- podría decirse que todo quedó en nada. Otro de aquellos viejos amigos es José Diego Pacheco Reyes, que está por ahí sentado. Con José Diego compartí especialidad en los estudios, habitación, miles de clases y muchísimas sesiones de Cine-Aula. Nos ha juntado de nuevo la página web creada por Juan Antonio Olmo Cascos. Gracias, Juan Antonio, por tu obra.
Cultura y educación son palabras antiguas. Estaban ya en las tablillas sumerias, en la Grecia de Pericles, en el Al-Andalus de Maimónides y en la Ilustración. Nunca faltaron como modelo de conducta en esta universidad laboral. Profesores, educadores religiosos y personal de servicio merecían algo más que un notable alto por su labor. Aunque parezca increíble, disfrutábamos de más libertad real que aparente y creo que aquellos dominicos me enseñaron también a desconfiar de la pereza mental.
Cuando maduraron lo suficiente para dar un repaso a sus respectivas vidas, Frank Sinatra y Edith Piaf confesaron en un par de canciones geniales que no se arrepentían de nada. Yo estoy a años luz de ese talento y no podría llegar tan lejos. Pero en honor a la verdad, sí puedo decir que nunca me he arrepentido de aquel viaje que hice a esta “laboral”, en dirección teóricamente contraria a la de mis primeros sueños. Quiero decir que he me librado de esa desgracia de pasarse uno la vida arrepentido del primer paso que dio con rumbo equivocado. La paloma de Rafael Alberti y Joan Manuel Serrat -esa que por ir al norte fue al sur- cometió otro error mucho más grave: ignorar que los puntos cardinales no son sino cuatro oportunidades diferentes que el Cielo y la Tierra nos ofrecen a cada uno para que busquemos nuestro propio camino.
Algunos cínicos con demasiado temor a los desengaños sostienen la teoría de que ningún adulto debería regresar al lugar donde fue feliz de niño. Creo que la cosa no es para tanto y lo digo por propia experiencia. Hace unos años volví a mi pueblo y quise ver la casa donde tanto había jugado de niño. Sin embargo, me encontré en su lugar uno de esos bloques de viviendas que parecen clónicos de sí mismos. Me lo tomé con calma. Los años me han enseñado que la melancolía es mejor compañera para la literatura que para la vida. De acuerdo, es duro reconocer que, antes o después, le acaba llegando la muerte a ese niño que fuimos, cuando la felicidad se reducía a un helado de vainilla y un caballo de cartón, Pero siempre nos quedará Córdoba y mientras estos edificios sigan en pie, una parte de mis raíces permanecerán vivas con ellos. Ya he dicho que no soy de los que prefieren tener todo el futuro por detrás, quizá esa sea la razón de que sufra poco de tortícolis.
Además, a ciertas edades, los médicos aconsejan que evitemos el abuso de la sal, de manera que hago todo lo posible para no convertirme en una estatua de ese condimento, algo que sucede mucho a aquellos que siempre están mirando hacia atrás con envidia. Claro que tampoco es cosa de contraer la enfermedad diametralmente opuesta –se llama desmemoria- y los Ex-Alumnos de la Universidad Laboral de Córdoba parece que hemos tomado buena nota. Y dado que, hoy -bajo otra forma pero sobre el mismo fondo- aquel faro continúa alumbrando el conocimiento de nuevas generaciones, los participantes en este III Encuentro haríamos bien en mirar más hacia dentro que hacia atrás. Veremos que seguimos caminando por una senda que partió, precisamente, de aquí. Porque, en el fondo, uno de los compromisos fundamentales con la vida es ése: recordar siempre quiénes somos y de dónde venimos.
Muchas gracias.
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