Aunque se trata de una expresión de la que abusan cursis y beatos, es cierto que Roma es la “ciudad eterna”; y no porque esté en ella la católica y apostólica piedra de Pedro sobre la que Cristo ha edificado su Iglesia -quiero decir no sólo por eso- sino porque también Roma es la Historia del mundo hecha ciudad y de su largo camino a través de las ciencias y las artes seguimos dependiendo después de treinta siglos.
La inmensa mayoría de lo que creó aquella Roma imperial sigue estando vigente ahora mismo, si exceptuamos el arado de tracción animal, desechado únicamente por el mundo libre, rico y occidental. Las autopistas europeas, las conducciones de agua potable, los puentes para superar abismos, el entramado legal por el que nos regimos, el pensamiento hedonista -en oposición a esa doctrina judeocristiana empeñada en que venimos al mundo a sufrir y luego Dios dirá-, la organización de los ejércitos, el pan y los circos -que ahora se llaman “show bussiness”-, la necesidad de implantar nuestra propia cultura en otros territorios conquistados; todo eso no es más que pura herencia romana y resulta imposible no sentirse deudor de ella, a no ser que uno vacíe su cabeza de memoria como vacían el disco duro de su ordenador los usuarios torpes de la informática sin darse cuenta de lo que hacen.