La Maestranza luce bonita en una tarde de toros. El gentío a su alrededor, los puestos de bebidas, chucherías, sombreros y tabaco forman un contorno vocinglero y cacofónico que ensordece a aquel que viene a contemplar el espectáculo.
Hace muchos años que no vengo a los toros, quizá ya he olvidado parte de las decepciones sufridas en mis anteriores asistencias – espectáculos bochornosos de toros que se caen, toreros que no hacen honor al nombre y tomaduras de pelo, amén de que si alguna vez tuvieron un cierto sabor romántico ya no se lo encuentro- y la oportunidad de poder ver de nuevo una fiesta, a la que me aficioné de muy niño, me empuja a buscar de nuevo un algo indefinible.
Una vez pasado el control de entrada, recojo una almohadilla y me dirijo a mi asiento en el tendido de sombra.
El paso a las localidades, desde los pasillos, a través de los vomitorios supone un golpe de luz, color y un sonido distinto mezcla de conversaciones, trasiego de gente y gritos, más contenidos, de los vendedores. El ambiente festivo se cuela en todos los rincones.