Sufrir sin quejarse es la única lección que debemos aprender en esta vida.
Blasco Ibáñez
EL CUENTO es el género literario más importante e influyente en la historia de la humanidad, porque su forma y brevedad es apto para introducirse bajo la epidermis de las conciencias más primarias, y transportarlas más allá de la realidad. Un vehículo de apariencia frágil sin pretensiones, pero dotado de la solidez del todoterreno y la ligereza del ala delta; un arma de hechuras inocentes, simple como la daga y arrasadora como la bomba nuclear; un excitante avivador de fieras, o un somnífero para morsas y paquidermos. Generación tras generación, nuestros ancestros nos educaron con cuentos, y en multitud de oportunidades la ambición del narrador astuto y sutil, nos vendió gato por liebre, haciendo pasar cuentos por historia verdadera, ya fuera ésta sagrada y venerable, o profana y laica.
Ya adultos y adeptos a su formato, de la nutrida colección de cuentos heredada y suficiente para empapelar El Escorial dos veces, arrumbamos en el baúl del trastero muchos de los ellos, y nos entregamos a la lectura de otros, aquellos que renovaban nuestra sangre y demandaba nuestra sensibilidad devoradora e insatisfecha. De estos quiero hablar: de los cuentos, fábulas, narraciones breves y microrrelatos, que pesan en nuestro recuerdo con efecto demoledor, y que leídos de un tirón y en corto espacio de tiempo, impactados por su desenlace y ruptura radical, dramática, inverosímil o humorística, con frecuencia pusieron un punto final a la jornada, e impedido que iniciáramos otra lectura. En otras ocasiones y de distinto modo, no llegamos a verlos impresos en papel: los escuchamos de viva voz. En cualquier caso, los buenos cuentos exigen siempre tiempo para meditar, y aún siendo cierta su carencia de complejos nudos a deshacer, maltratan la conciencia, escarban el subconsciente, proveen de un sentido inteligente a la duda, y tienen el mérito bien ganado de enseñar y sembrar, sin adoctrinar, o la virtud de ayudarnos a despertar, y no a dormir.