Bisiesto
El solitario almendro del huerto de Cesáreo, enfrente del cementerio de mi pueblo, acaba de alumbrar el primer pimpollo de su flor en medio de la escarcha, que es como la nieve que no llega a ser nieve.
Como la lluvia que enniñada en rocío vela la tierra del secano. Bajo ese velo y al contacto del primer rayo de sol el incipiente verde de los campos fertiliza de promesas los ralos sueños del campesino.
En los hermosos pueblos de la sierra de Córdoba, desde el valle del Guadiato al valle de los Pedroches, cada año nuevo es, absolutamente, la yema blanca, incierta, de la repetición de los ciclos agrarios.
Estos días de invierno, si hace sol, son tan intensamente azules y con la tierra tan llena de lágrimas, que da frío de mirar al cielo de donde todo proviene para el campesino: la luz, la sombra de la lluvia, la vida y la muerte, la incierta cosecha de los días de un hombre.
De este contacto íntimo que se establece entre los habitantes del secano y el paisaje invernal nace una relación genesíaca. Debe ser por la influencia optimista de la luz, acristalada por el frío, lo que le da una transparencia única en estos pueblos, donde se está tan cerca de la realidad de la vida y en los que se siente la pequeñez y, contradictoriamente, la grandeza de la naturaleza humana.