Tengo el cristal en blanco y la nada guarecida en la espalda.
Puedo decirte que llueve, y que se me hace ajeno este horizonte gris, tan próximo y tan distante ahora.
Puedo hablarte de los rayos de sol que, de cuando en vez, agrietan la oscuridad en diagonales de vida.
O de los restos de madera carcomidos por los insectos, postrados en un penúltimo hálito de lo que viviera en sus adentros.
Puedo hablarte del frío que se cierne con lentitud, tiempo a tiempo, mientras suenan las cuerdas del violín en vaivenes acompasados, como columpios de felicidad dormida.
Quizá pudiera hablarte de los días circulares que se avecinan, de la noche temprana y de la oscuridad nublada donde enmudecen las estrellas.
De cómo la prontitud de la noche convierte la vida en repliegues de uno mismo.