Sería finales del mes de septiembre o quizá primeros del de octubre de 1958. Nos dirigimos (mi familia y yo) a la antigua estación de tren de Logroño. Sólo sabía que el destino final de mi viaje era Córdoba. Tenía trece años y nunca había ido tan lejos. Suerte que en la amplia sala de la estación estaba el P. Felipe Larrañeta, joven dominico navarro y responsable por el viaje hasta Madrid, lugar de transbordo, antes de seguir para Córdoba.
Sólo tres compañeros haríamos el viaje. Recuerdo el nombre de los otros dos: Miguel Calvo Fernández e Isidoro Izquierdo Martínez. Miguel, de mi edad, habíamos hecho juntos el primario en los Escolapios. A Isidoro no lo conocía pero debía de tener dos o tres años más que nosotros. Después supimos que ya había terminado el sexto de bachiller y la reválida. Miguel y yo sólo teníamos el cuarto y reválida.
La despedida fue de sollozos y lágrimas por parte de mi madre. Yo, no entendía bien lo que este viaje representaba. Durante el viaje hasta Madrid (vía Soria) el P. Larrañeta tuvo tiempo de explicar con todos los detalles lo que encontraríamos en la UNI. Isidoro todo lo apuntaba en un pequeño cuaderno, inclusive hasta el horario en que el tren pasaba por todas las estaciones. Su actitud hacia Miguel y yo era como si tratara con hermanos menores. Una gran persona. Tuve la oportunidad de conocerlo mejor al coincidir en la misma clase durante un año. En los estudios era brillante, siempre el primero.
Miguel, después de escuchar al Padre que había la posibilidad de estudiar música y aprender a tocar algún instrumento, no se cansaba de decirnos que él, aprendería a tocar la guitarra. Durante mi estancia en la UNI asistí a sus presentaciones, en el teatro griego, de solos de guitarra. Muchos años después, he estado en conciertos de Miguel, ya convertido en un virtuoso de la guitarra. Yo, estaba más atento a los detalles referentes a los campos de atletismo, deporte en general y competiciones deportivas. Jugué y competí a balonmano de los 13 hasta los 22 años, primero en Córdoba y más tarde en Tarragona, donde finalicé los estudios. Pienso que Isidoro también sabía lo que quería. Fue uno de los primeros a obtener una beca para seguir estudios de ingeniero industrial. Ahora, después de haber pasado tantos años, tengo la convicción de que parte de nuestros mejores sueños tuvieron inicio en aquel viaje al oír las palabras del dominico navarro.
El viaje hasta Madrid transcurrió de forma tranquila. Yo, principalmente, observando el paisaje de los campos y bosques de Soria. Pasamos cerca de un lugar que me traía recuerdos, Numancia. Félix Ros, director y profesor de historia del Instituto de Enseñanza Media de Logroño, me había tomado la lección sobre Numancia, la ciudad que opuso una resistencia feroz al imperio romano. Siempre asocié el cerco de Numancia al sufrido por otra ciudad situada en La Rioja, Calahorra (Calagurris). Un año antes de finalizar mis estudios en la UNI de Córdoba, el P. Santiago Gago también me recordaba los campos de Soria, cuando él, recitaba la poesía de Antonio Machado en las reuniones de la asociación DINTEL de literatura, idealizada por el recio dominico.
Al anochecer llegamos a la estación de Atocha en Madrid. Las luces de la gran ciudad de verdad me impresionaron. La grandeza de la estación y el enorme reloj sobre los andenes, también. Nos habían dicho que habría un tren preparado para seguir viaje a Córdoba. En efecto, el tren especial estaba a nuestra espera y ya veíamos a chavales de nuestra edad subiendo con sus maletas acompañados por padres y hermanos dominicos. Nuestro transbordo fue rápido. Sin saber cómo, me vi dentro de un departamento casi completo en el nuevo tren y separado de mis otros compañeros de viaje. Me senté en el único lugar que estaba libre. A los pocos minutos pasó por el pasillo el P. Larrañeta y al verme hizo un gesto de que todo estaba bien, quedé más tranquilo.
Me pareció estar iniciando una nueva experiencia al compartir un departamento del tren con chavales de diferentes regiones. Eran de: Galicia, Asturias, Vascongadas, Valladolid, León y yo de Logroño. Creo que en total éramos nueve. Las edades, si no iguales, había pocas diferencias. Yo, al principio, adopté la postura de escuchar a los otros. Tenía alguna dificultad de seguir las charlas entre los gallegos y entre los asturianos, los dos vascos (de Vizcaya) hablaban en castellano con su acento típico. Al de Valladolid y al de León era muy fácil seguirles. En aquel momento, no podía imaginar cómo sería en la UNI donde estarían chavales representando a todas las regiones del territorio español.
De repente, el tren arrancó y empezó a moverse lentamente. Todos los presentes nos acercamos a la ventanilla, a pesar de que ninguno teníamos a nadie para despedirnos. Por el lado de fuera, sí que había familiares y amigos de otros que se iban y agitaban los brazos deseándoles un buen viaje, recomendándoles cuidarse y portarse bien. Ya era bien de noche.
Después de algún tiempo llegó el momento de comer. Casi todos teníamos lo típico, bocadillos de tortilla de patatas, de chorizo y de queso. Los asturianos tenían el pan y el queso separados y había diferentes variedades de quesos. Los gallegos, aparte del pan, tenían latas de productos del mar que abrieron e hicieron bocadillos. En esos momentos en que comíamos, la conversación se hizo más amena, lo que facilito conocernos un poco más. Terminado esa especie de ágape, el cansancio había hecho mella en nuestras fuerzas, así que apagamos las luces y cada uno se acomodó lo mejor posible para pasar la noche.
Cuando me desperté el tren andaba rápido por Andalucía. Yo, ni me enteré que habíamos pasado por el desfiladero de Despeñaperros, y eso que alguien, me había hecho la recomendación de no dejar de verlo. El amanecer estaba espectacular. Los campos de olivos de Jaén me dejaron maravillado, se perdían en el horizonte. Faltaba poco para llegar a nuestro destino. Algún tiempo después se formó un murmullo con gritos de alegría, lo que nos llamó la atención. El tren estaba pasando al lado de la UNI. Creo que todos nos emocionamos al ver la que sería nuestra casa y también el local de nuestra formación durante un buen periodo de nuestras vidas. La iglesia y su espigada torre se destacaban. La sierra cordobesa, al fondo, daba un complemento perfecto al paisaje. En pocos minutos el tren se detuvo en los andenes de la estación de Córdoba.
Los autobuses para llevarnos a la UNI ya estaban a nuestra espera, así que, según íbamos llegando subíamos y dejábamos las maletas en la parte trasera. El trayecto fue corto. Yo me vi, maleta en mano, delante del paraninfo. La iglesia y su torre de cerca parecían enormes, los jardines estaban muy bien cuidados y el gran mural de la pared frontal del paraninfo con la frase de Séneca escrita, “Por el bien de todos………….” ¡qué belleza! Un hermano dominico me informó los nombres y la localización de los colegios. Yo tenía un papel, recibido en casa por el correo, donde decía que iría al Luis de Góngora. Ese nombre me era conocido, ya que en las clases de lengua y literatura del bachiller, tuve mucha dificultad de entender su estilo barroco. Me dirigí a través del largo pasillo al colegio que me indicaron. De inicio y a la izquierda vi las escalinatas y los bancos más altos del teatro griego que comenzaban a la altura del gran patio central y terminaban a un nivel bien profundo junto al escenario del teatro. No lo podía creer ¡un teatro griego!
Aquel pasillo no tenía fin. Cuando me encontraba en la mitad, vi de cerca el estanque central con su forma rectangular. El patio y el estanque central serían partes importantes de mi estancia en la UNI. El estanque, por la cantidad de chapuzones que me di en los días sofocantes de los meses de mayo y junio. El patio central, por los desfiles que todos los colegios hacíamos juntos en eventos especiales. Dos desfiles nunca olvidaré. Uno, cuando Franco visitó la UNI. El otro, cuando se filmó la película de Ana Mariscal “Hola Muchacho”.
Por fin llegué al amplio vestíbulo del Góngora. En la puerta de la sala de dirección había un hermano dominico y al verme llegar me preguntó el nombre. Después de dárselo, me indicó la habitación que tendría que ir y también me orientó para mirar el tablón de anuncios, donde estaban las informaciones referentes a los horarios y salas de aula. Mi nombre se encontraba en el aula de Transformación Industrial II. Acababa de conocer a Fray Pampín.
Subía las escaleras yendo para mi cuarto pensando que no había muchos laborales por allí, todavía no debían haber llegados todos. Estaba en el primer piso, doblé a la izquierda y en el centro del corredor estaba el cuarto. Pude ver a través de los cristales que había una persona altísima recostada en una cama. Yo, tímidamente abrí la puerta y me quedé parado sin saber lo que hacer y qué lugar ocupar. El alto me dijo, “Sólo estoy yo, así que puedes escoger el lugar que más te guste”. Elegí el que estaba más cerca de una ventana. Dejé al lado la maleta y observé la vista a través de la ventana. De nuevo, el contorno de la sierra de Córdoba, bello perfil, podía casi tocarla. Un canal pasaba al lado, corriendo paralelamente a la UNI.
El alto me preguntó de donde era, le respondí, complementando la respuesta con mí nombre. Él se presentó, Perera Olivera, creo recordar que José Ramón era su nombre, salmantino. Medía 1,90m. Durante su estancia en la UNI fue uno de los baluartes del equipo de baloncesto, deporte que competía en su tierra, aparte de practicar el salto en altura con mucha competencia. Como anécdota citaré que el profesor de educación física Sr. Omar, responsable por el fútbol y balonmano, siempre le estaba proponiendo cambiar el baloncesto por el balonmano. El salmantino nunca lo hizo. Enseguida nos convocaron por el altavoz del cuarto para reunirnos en el vestíbulo e ir a comer.
Fray Pampín fue el encargado de acompañarnos al comedor. Las mesas y sillas formaban un conjunto para seis personas. No éramos muchos y fuimos servidos por el personal del servicio. Durante el curso normal ese trabajo sería realizado por los propios alumnos. La comida me supo a gloria. Hacía más de 24 horas que no hacía una comida razonable. No recuerdo que hora era cuando volvimos al colegio. Nos informaron que podríamos subir a la habitación, deshacer la maleta y guardar las cosas, así como, que tendríamos el resto de la tarde libre para conocer los lugares. Recomendaron estar en el horario de la cena.
Tenía mucho tiempo libre. Podía hacer tantas cosas. Quería terminar rápido las obligaciones de la maleta para salir a conocer, todavía de día, lo más posible. El salmantino, observaba la celeridad con que deshacía la maleta y dijo “Yo, antes, ya he dado unas vueltas, pero si quieres te puedo acompañar”. Acepté con satisfacción su oferta. Los dos hacíamos una pareja singular. Él, llamaba la atención por su estatura, pero no tenía ningún complejo. Caminamos por las piscinas (olímpica y cubierta), por el gimnasio (dotado con todos los aparatos inimaginables), por los talleres (que no tenían fin). Enfrente de los talleres había otra piscina extraña (de forma de riñón). Al lado, un campo de entrenamiento con obstáculos similares a los que encontraría años después al hacer las pruebas para entrar en el servicio militar de las milicias universitarias.
Continuamos caminando llegando hasta el final de los talleres. Doblamos a la derecha y enseguida observamos dos edificios contiguos, eran los talleres de fundición, chapa y forja. Durante el curso siguiente y con la supervisión del Sr. Calzada, profesor de cultura industrial, construimos en esos talleres un cohete de 1m. de altura. El día del lanzamiento del cohete fue anunciado a bombo y platillo en toda la UNI. La plataforma de lanzamiento fue colocada en la pista de atletismo. El cohete sólo subió 20cm. (corresponde a la foto, enviada por Javier Céspedes Aguilera)
Del local donde nos encontrábamos podíamos ver un gran campo de fútbol, y al lado en un nivel más alto, la pista de atletismo y un edificio para vestuarios y duchas. Nos sentamos en un pequeño muro en la pista de atletismo. Desde allí se divisaba un gran espacio donde había otro campo de fútbol y dos campos de balonmano. Un poco más apartado había dos campos de baloncesto. Cuantos momentos emocionantes tuve en esos espacios deportivos. Competiciones internas y externas. Por citar un recuerdo, la rivalidad entre los equipos juveniles de fútbol de la UNI y del Córdoba. El portero del equipo del Córdoba era Reina.
Pasamos mucho tiempo sentados sobre el muro. Charlamos de un montón de cosas que ahora no recuerdo. Volvimos al colegio y cada uno se fue por su lado. Como todavía no era la hora de cenar fui a pasear por el patio central. Ya era de noche y las luces de las setas de los jardines estaban encendidas.
Durante la cena conocí otros chavales que habían llegado. Antes de ir a dormir, anunciaron por el altavoz que el Padre director del Góngora nos diría unas palabras y nos presentaría a otros Padres educadores del colegio. Todos nos reunimos en el vestíbulo, al pie de las escaleras por donde se subía a las habitaciones. Durante los años que pasé en la UNI, esa práctica, pasó a ser una rutina en todos los colegios. Recibía el nombre de “El Sermón de las Escaleras”.
El director era un dominico alto y delgado. Su nombre, P. Jorge Illa. A su lado estaban dos Padres más y Fray Pampín. El nombre de los Padres: P. Carlos (más conocido por pelo pincho), que era el subdirector, y el P. Simón (fue más tarde, mi profesor de geografía económica). Las palabras del director fueron de bienvenida, de presentación de los otros dominicos e informarnos de las actividades para el día siguiente. Después del desayuno tendríamos que dirigirnos a las salas de aula. Cuando estaba subiendo para ir a dormir un veterano me dijo que el director tenía la costumbre de estudiar y memorizar las fichas de todos los alumnos de su colegio, inclusive la fotografía. Añadió que, en otra época había sido capellán de la legión.
Aquella noche tardé en dormir. Muchas cosas se pasaban por mi cabeza sin poder ordenarlas. Sentía falta de mi familia. Empezaba una nueva vida.
Ya estaba levantado antes de tocar la música para despertarnos. Fray Pampín pasó por el corredor y se extrañó de verme en pie. Después de desayunar nos dirigimos a las salas de aula y allí conocí a los que serían mis compañeros por ese curso, (Esteve, Albero, Castillo Pecos, Aquilino Cabo, Gómez Trancho, Salas, de la Asunción Mañas y otros). Nos dieron unas cuartillas y sobres y yo inicié a escribir mi primera carta, “Queridos todos, espero que al recibo de esta os encontréis bien, yo estoy bien. El viaje fue bueno y aquí en la UNI todo es muy…………….”
Alberto J. Peciña Terreros (1958-1964) |