El 6 de octubre de 1967 fue para mí uno de esos días determinantes en mi vida. Tenía 14 años y mis padres me acompañaban en tren desde Linares a Córdoba para dejarme en la que sería mi segunda casa durante siete años. Lo mismo les sucedía a otros chicos, entre los que se encontraban mis amigos Paco plaza y Antonio Risueño con quienes había compartido dos cursos de Iniciación Profesional, con los jesuitas, en la SAFA de Linares.
La primera sorpresa que me llevé fue, aún de madrugada, estando en la estación de Linares-Baeza, cuando un tren especial procedente de Madrid, y otras ciudades más al norte, tenía como destino la Universidad Laboral de Córdoba. Cientos de chicos se asomaban a las ventanillas y empecé a comprender que lo que me esperaba tenía una dimensión superior a la que había imaginado. Más tarde, durante el viaje en un tren regular, expectante e ilusionado, recordé cómo mi padre me propuso esta esperanzadora posibilidad de cambio, cómo superé en Jaén un examen de conocimientos y cuando recibí la carta de admisión con las instrucciones para que mi madre bordara en mi ropa el número 866, requerido por el servicio de lavandería.
El primer dominico que vi fue a fray Ezequiel, quien nos recibió en la estación y ofreció uno de aquellos autobuses rojos para trasladarnos a la Laboral. Recuerdo las sensaciones de mi primer trayecto por la ciudad y mi interés por localizar el estadio de El Arcángel: tenía ganas de ver algún partido de primera división.
Mis padres y yo nos quedamos impresionados por la organización y las magníficas instalaciones que se me ofrecían para emprender mi nueva vida. Subieron conmigo a la habitación que compartiría con 6 compañeros en el colegio Juan de Mena donde iniciaría el primer curso de Oficialía Industrial.
Los padres, después de un par de horas, tomaron de nuevo el autobús hacia la ciudad y me quedé con mis dos amigos explorando todos los rincones del recinto y conociendo a nuevos compañeros. Ya por la tarde, oí el ruido de un tren y me asomé curiosamente a observarlo desde un lateral del puente de entrada. Inesperadamente vi a mis padres, a quienes saludé agitando los brazos a la vez que ellos correspondían mientras fue posible. Noté un nudo en la garganta, acababa de descubrir lo que era una despedida.
Poco después, acudí a la iglesia para oír la misa de bienvenida oficiada por trece sacerdotes. Recuerdo aquel salmo: “Como brotes de olivo en torno a tu mesa…” y aquel sentimiento de hermandad que me dio confianza y sosiego.
Fui a cenar con mis compañeros y después paseamos, ya de noche, entre aquellas farolas y lámparas de jardín con forma de seta. Nos retiramos a descansar, siguiendo las instrucciones de la megafonía del colegio, y quedamos dormidos al poco tiempo: además de novatos estábamos cansados como para inventar las guerras de almohadas que a hurtadillas se organizaron en días posteriores.
Recuerdo la primera canción que pusieron por megafonía para despertarnos a la mañana siguiente, se trataba de Happy Together (Los dos tan felices) de The Turtles. Siempre que la oigo percibo las sensaciones de aquel momento y de aquella mañana radiante con la que nos recibió el padre Riera en el patio central, para ofrecernos el discurso de apertura. |